¿QUÉ HACER CON EL PECADO?
Imagina a un padre y un hijo atrapados en una cueva remota, con una mina antipersonal en la única salida. Están perdidos. El padre comprueba el dispositivo y constata que es imposible desactivarlo. Están atrapados. El tiempo pasa, pero no hay salida. Saben con certeza que morirán de inanición si no es por otra causa. Imagina que llega un momento en que el padre, una vez que ha explicado entre lágrimas la situación a su amado hijo, decide que la única forma en que puede salvarle la vida es arrojarse sobre la mina para que su hijo pueda salir libre.
Una vez que el padre le rescata de semejante forma, ¿cómo habría de sentirse el hijo con respecto a las minas antipersonales el resto de su vida?
¿Le agradaría coleccionarlas?
¿Pondría una sobre la repisa de la chimenea como un objeto curioso en la casa?
¡No!, Odiaría el mezquino dispositivo que mató al padre que amaba. De la misma forma, aunque somos libres, el pecado es el explosivo que no se puedo desactivar de nuestros corazones, mentes y actuar, antes que Cristo Muriera por nosotros para librarnos de dicho pecado, Jesús es el que por gracia se sacrificó para liberarnos. Por lo cual lo mínimo que nosotros debiéramos sentir por el pecado es ese mismo odio, rechazo, repulsión, y no querer si quiera verlo o mencionarlo en otros y menos en nosotros mismos. La gracia de Dios en el Evangelio nos enseña a aborrecer el pecado. Nos enseña a renunciar a los deseos mundanos.